martes, 1 de noviembre de 2011

El hijo del hombre

El hombre sobre la pared no era yo, sin embargo, lo era. Vestido de gris bajo el sobrio bombín, rígido, impecable; siempre oculto bajo su cobijo miserable y obsceno; con las manos tímidamente empuñadas como estigma de una vida endeble y desventurada; su esencia era mi abismo, un abismo inclemente, incesante; en ocasiones calmo y en otras, las más, lúgubre, frío, como la espiral sin fondo que evoca espectros perdidos en recónditos parajes. Aquí yace mi cuerpo inerte, lánguido poema viviendo la vida de los muertos, el temor de los vivos; aquí soy y dejo de ser; la soledad carcome la carne, estruja, no suelta, espera a los gusanos hambrientos, les llama a la mesa. Aquí no hay Dios, no hay luz; existe, en cambio, la noche perenne, el etéreo lamento hipócrita de mil voces desoladas, las flores hostiles que incrustan sus espinas desangrándome.

Mi cuerpo, sepulcro profano, deambula por el inexorable cementerio que es el mundo; anda y habla con los ciervos de su señor, mi putrefacta estigma es mi bandera, mi nombre un sacrílego epitafio que reza: La vida es muerte, la muerte es vida. Como mueres vives, como vives mueres.

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